El poder de la amistad

En el principio hubo dolor

Dios entró a mi vida por medio de una persona, por medio de un amigo cariñoso y compasivo, quien poco a poco desgastó el cascarón duro e insensible que había alrededor de mi corazón inseguro hasta que pude entender el amor que Dios me tenía. Ese amigo me amó y me sigue amando hasta el día de hoy.

La relación entre nosotros comenzó con mucho dolor para mí: en el octavo grado, jugamos fútbol americano en equipos contrarios. ¡No es fácil olvidar un rostro que te pasa corriendo repetidas veces
para marcar un gol!
El próximo año, en la clase de geometría de primer año de secundaria, volví a ver ese rostro sonriente, o más bien, la parte de atrás de su cabeza, ya que se sentaba justamente delante de mí. Ahí empezó la relación más importante de mi juventud, ¡lo cual fue muy agradable dado el hecho que surgió durante la clase más aburrida de todas!

Cuando conocí a Gary, mi primera impresión fue que él era un muchacho blanco, típicamente norteamericano. Llamaba la atención de todas las muchachas bonitas. Tenía un tremendo entusiasmo por
la vida, ¡y era mucho más ducho que yo en geometría!
Ese año, Gary y yo nos hicimos amigos. Siguió siendo mi amigo durante los siguientes años turbulentos. Dios entró en mi vida por medio de un solo amigo; Gary me confrontó como Natán confrontó a David, al mostrarme claramente que había echado a perder mi vida; me discipuló como Pablo discipuló a Timoteo al ser mi mentor desde el nuevo nacimiento hasta la madurez; y me ayudó como Jesús ayudó a Pedro, al animarme vez tras vez a levantarme cuando tropezaba, para que algún día yo podría animar a otros.
No entregué mi vida a Cristo ese primer año de secundaria, y tampoco pensé mucho en Él durante el segundo o el tercer año. Pero sí medité bastante sobre mi estilo de vida y el estilo de vida de Gary, el cual observaba con detenimiento. Mientras que mi vida se conformaba a los patrones de este mundo, la vida de Gary tendía a ser contraria a muchos de esos patrones.

En retrospectiva, la diferencia era la siguiente: mis actividades generalmente tendían a llevarme a mí o a otras personas hacia las cosas más ruines de esta vida, mientras que Gary era la única persona que
conocía que siempre estimulaba a las personas a ser honorables para que pudieran edificar características positivas en su vida. Esto era muy poco común, y yo lo veía claramente.
Sin embargo, la mediocridad dinámica prevaleció. En mi hogar, todos eran infelices ya que yo les causaba tantos problemas con mi actitud cruel, mi lengua mordaz y mi ira. La emoción de infringir la ley nunca me satisfacía. Algunas de mis relaciones con las muchachas tampoco eran muy edificantes, que digamos. Cuando salía con los muchachos el sábado por la noche, nuestras actividades tampoco llegaban a penetrar la superficialidad de la vida que llevaba.

Dios estaba en Gary
Me criaron como budista; mi familia había sido budista por muchas generaciones, pero de alguna manera, yo sospechaba que existía un Dios. De vez en cuando miraba Davey and Goliat [Davidcito y Goliat], un programa cristiano de comiquitas el domingo por la mañana.
Una vez me gané un crucifijo de plástico en el juego de lanzar aros en una feria (estaba tratando de ganarme la navaja). Escondí el crucifijo entre unos periódicos viejos al lado de mi casa; los crucifijos no son muy populares entre los budistas. Cuando sacaba la basura, de vez en cuando sacaba el crucifico y me preguntaba por qué sería tan importante aquel hombre vestido de traje de baño.
Cuando tenía doce años, un día en la playa alguien me dio un tratado escrito por David Wilkerson (ni siquiera se detuvo para hablarme). Por varios años mantuve ese tratado en mi billetera. Cada dos o tres meses lo leía y me hacía preguntas acerca del infierno, de Dios, y de otros asuntos trascendentes. Una vez
saqué un libro de la biblioteca local que trataba sobre las oraciones antes de las comidas porque me habían invitado a cenar en casa de un amigo católico y temía que me pidieran que orara.
Pero más que nada, yo sabía que existía un Dios porque conocía a Gary. Él no era Jesús, pero su vida en Cristo tampoco se limitaba a usar una cadena con una cruz alrededor del cuello. Las buenas noticias de
la salvación estaban grabadas muy profundo en su corazón. Cuando pasábamos tiempo juntos –en el consejo estudiantil, jugando básquetbol, cuando me ayudaba con la geometría– el marcado contraste entre lo piadoso y lo impío se hacía evidente.
De una manera muy real, la Palabra fue hecha carne y habitó conmigo. Cuando vino Jesús a este mundo, tuvo que romper con muchos años de historia, cultura y tradiciones judías. Su tarea era muy difícil: tuvo que enfrentar muchas ideas preconcebidas para revelar lo que era el pecado en realidad, decirle a la gente quién era Él, de dónde venía y por qué había venido. Sin embargo, mucha gente lo seguía. ¿Por qué? Porque sus palabras eran convincentes y su vida nunca contradecía sus palabras. La vida de Gary estaba llena de esa misma coherencia tan atractiva.
Por supuesto que mi vida también era coherente de cierta manera: estaba tropezando mucho y con mucha regularidad, y lo sabía. En mis momentos más sinceros cuando sentía que andaba en busca de algo, comunicaba mis sentimientos de la manera más franca que podía.

En un ensayo para la clase de inglés de último año, me quité la máscara y dejé que fluyeran mis palabras. El título del ensayo era “Espacios que llenar” y me dirigía a cualquier persona que pudiera llenar esos
espacios vacíos dentro de mí.

No he madurado; simplemente soy un niño buscando a tientas el juguete que perdió hace tanto tiempo. Ay, Dios, ¿dónde está? Caramba, ¡ni Dios lo sabe! Bien, pues, lo reconozco, soy una persona insegura e inmadura. No valgo nada para el mundo. Pero, ¿me ayudarás? ¿Me podrás sacar de este lío? Necesito que me ayudes a salir de la oscuridad.¿Serás tú el que hace brillar sobre mí la luz?

Dios ha debido estar escuchando. Dos meses después de escribir yo ese ensayo, Él trajo a mi vida unas personas que solían orar; trajo a mi vida un pequeño grupo de estas personas amorosas para que me ayudaran a encontrar el camino a Jesucristo. Estaba Gary, por supuesto, pero también estaban Terry, Rosanne, Karin y unas cuantas personas más.
Ellos eran miembros de Young Life [Vida Joven], un ministerio dirigido hacia los estudiantes de secundaria. Me invitaron a mí, un budista, a un retiro de fin de semana en Woodleaf, un campamento en las afueras
de Sacramento. Me trataron como si fuera uno de ellos. Escuché los cantos y la letra de estos permanecía en mi mente después de los cultos. Pero no era sólo la música: ahí en el campamento escuché hablar de una persona maravillosa, cuyo nombre conocía, pero del cual francamente sabía muy poco. Se trataba del tipo vestido de traje de baño: Jesús.
En el retiro, oí una prédica que me dejó atónito. Había una mujer que habían sorprendido en el acto mismo de adulterio. Los líderes religiosos la habían arrojado a los pies de Jesús y desafiaron a Jesús a
que la tratara como era debido. Jesús dijo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.” Cuando todos se fueron avergonzados, Jesús dijo a la mujer: “Mujer, ¿dónde están los
que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?… Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Juan 8:1-11).
¡Qué increíble! Como joven de diecisiete años, el adulterio no era un pecado que estaba cometiendo, pero sabía a ciencia cierta que era pecador y que necesitaba ser redimido de alguna manera. ¿Sería verdad
que yo podía ser perdonado?

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Por Paul Tokunaga

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